
Provengo de una familia de clase media, hija de Jorge
Higgins Jaramillo, doctor de ancestros irlandeses, y
Eliana Fuentes Joanette, cuyo padre fue el prestigioso
galeno Teófilo Fuentes Robles.
Mi abuelo materno también fue residente en el Instituto
Pasteur de París y aportó con esa experiencia con su
voluntariado en la Junta de Beneficencia guayaquileña.
De hecho, mi papá contaba que cuando se recibió de
médico en la Universidad de Guayaquil los recursos de
su familia se habían ido y que la primera mesa familiar
que hubo en el hogar al casarse con mi madre era un
modesto cajón de pino.
Mis recuerdos más lejanos me conducen a una niña
recién llegada de Pensilvania, Estados Unidos a Guayaquil,
ciudad en la que nací el 27 de junio de un año que
prefiero reservarme. Venía de ese país porque mi padre
había obtenido una beca para la especialización de tisiología
en el Hospital de White Haven de aquel estado
norteamericano.
Soy la segunda de cinco hermanos. La mayor era Grace,
quien falleció en 2018. Me siguen Bernardo, Helen
y Jimmy. Los varones son abogados. De hecho, Jimmy
también tiene formación administrativa.
Mis hermanos menores nacieron cuando regresamos
desde Pensilvania poco antes de que estallara la II Guerra
Mundial en 1939. De hecho, esa fue la razón por la
que volvimos al Ecuador. Mi padre pretendía que nos
quedáramos más tiempo en Estados Unidos luego de
su etapa como becario, pero las tensiones previas al
conflicto bélico eran insostenibles y corríamos peligro.
Fue la mejor decisión porque eso me permitió conocer
la realidad de mi país desde temprana edad. De aquella
infancia en Guayaquil tengo memoria aún fresca de la
Avenida Olmedo y Malecón. Me gustaba mirar la ciudad
frente al río desde una ventana en el apartamento
donde nos habíamos mudado con la familia. Era muy
colorido ver la prisa de los voceadores de periódicos y
la venta de inmensas latas llenas de camarones.
El escenario era imponente por el río Guayas, surcado
por lanchas. Muy cerca quedaba el Mercado Sur donde
la actividad parecía interminable. Un ir y venir constante.
Era el reflejo del guayaquileño trabajador. La imagen
de una ciudad comercial. Y, por supuesto, como era una
niña tenía mil y un preguntas en mi cabeza. En esta ciudad
me afincaría finalmente.
Durante mis actividades con la comunidad he recibido diferentes apelativos, entre ellos "La Dama de Hierro" y hay quienes me describen como "La Dama de la Dolarización" porque, sin ánimo de jactancia, fui la primera mujer en acuñar con insistencia el vocablo "dolarización" en Ecuador desde la mitad de los 90.